La difusa luz del sol se extendía como espolvoreada sobre las copas de los árboles. Todo daba una sensación de gloria natural y palpitante. Allá, más abajo de las colinas, entre la linde de los bosques, los sátiros correteaban. El gran dios cornudo había muerto, y sin embargo brincaban con igual felicidad por los prados floridos, tras las desnudas ninfas, cual si no hubieran sentido nunca su presencia en el mundo y no lo añoraran. Eran buenos tiempos; sus gruñidos y sus saltos aún eran vigorosos, antes de envejecer. Al anochecer despertaban las luciérnagas y mostraban las secretas y trémulas miradas de las ninfas observando atentamente el reposo de los sátiros, anhelando amorosamente que aquellos seres fueran menos rudos y temiendo ya la llegada del alba.
Iniciación
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XXXI
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