Iniciación

El principio está aquí. Si quieres seguir este blog puedes hacerlo abajo del todo, y si eres de quienes prefieren amenizar la lectura con un poco de hilo musical, pincha aquí. Puedes distribuir, exhibir y representar parcial o completamente La Habitación Oscura, siempre y cuando cites mi autoría, me consultes previamente, y no la uses para hacer una obra derivada ni con fines comerciales.

XX

Fui hacia la playa. El tiempo era muy despejado, el sol brillaba naranja en el cielo azul, sus rayos caían sobre la dócil arena amarilla. Todo era radiante. Ante mi se desplegaba el mar tranquilo, cuyas tonalidades se confundían con el cielo en el horizonte. Al llegar a la orilla me encontré a los viejos marinos barbados con sus viejas y gastadas gorras marinas y sus antiguos y deshilachados trajes oscuros. Musitaban sobre la partida a las profundidades. Hacía largo habían soltado a los jóvenes grumetes para averiguar cuán profundo era el mar, cuán profundo podían llegar sus prodigiosas invenciones y artilugios. Los marinos miraron sus relojes de cristal, escrutaron las agujas intentando desentrañar en el tiempo el misterio de las profundidades. Suspiraron impacientes. Nadie sabía qué había bajo las aguas. Algunos hablaban de monstruos míticos y serpenteantes bajo las aguas. La niebla apareció en la costa, las aguas se removieron impacientes.  Otros marinos dijeron que quizá las máquinas se habían averiado y los jóvenes habían caído a lo desconocido dentro de ellas. Por aquella época aún se discutía la existencia de la presión. Se atusaron las barbas. Los marinos se quedaron intranquilos. Quizá los jóvenes de las profundidades sólo se estaban demorando. La niebla espesó y los marinos desaparecieron. A lo lejos se oía un canto antiguo, un canto de las profundidades, y me pareció ver el destello de prodigios metálicos. El destello prometía la visión de reinos olvidados. Hechizado por el cántico de los jóvenes, me aventuré más allá de las orillas conocidas y navegué sobre la niebla.

XIX

La emperatriz convocó a todos los nobles del reino y todos ellos acudieron en tropel. Se organizaron en palacio grandes banquetes y festines que comenzaban al atardecer y se prolongaban todo lo que podía prolongarse una noche entera. Allí los nobles dedicaban todas sus atenciones a la emperatriz y solicitaban favores que ella nunca rechazaba para contento y regocijo de la algarabía. Pero una noche llegó un noble que no acreditaba riquezas ni tierras y fue expulsado por los altos guardianes del palacio y tratado como mendigo. El noble mendigo clamó y protestó día y noche arrastrado por los oscuros lodazales que se extendían más allá del palacio, atestiguando su nombre y dinastía, exigiendo ser anunciado ante la emperatriz. Los guardias prometieron citar su nombre en sus delicados oídos, y así hicieron, pero ella limitó a esbozar una mueca de burla y a proferir una estruendosa sonrisa que secundaron todos aquellos cercanos nobles. Todas las altas bóvedas y techos de palacio, todos los luminosos rincones fueron poblados por aquellas risas huecas; y sin embargo pudieron notar los guardias, que tenían terminantemente prohibido reír vez alguna, que la risa de la emperatriz era desganada y confusa, y que se habían quedado sus ojos vacíos y tristes, y habiendo observado esto se retiraron, anunciando al noble mendigo que no sería por nadie recibido. El noble mendigo, asintiendo, comenzó a vagar por los lindes del bosque, ora comiendo del agua sucia y de los frutos de los árboles, ora acercándose frente a los afilados techos y muros del palacio, lamentando silenciosamente su suerte, lejos de los ojos humanos. Pasó largo tiempo desde entonces, y sucedió que todos los nobles del reino consumieron todas las riquezas de la emperatriz, y todos ellos pasaron penurias, y la emperatriz vio cómo se destruía y se vaciaba su carne y su rostro y ya no era solicitada por aquellos, que salían cabalgando de nuevo hacia sus dominios en busca de la abundancia de sus hogares y el amor de sus familias, y quedó todo el palacio desolado, vacío y ruinoso, y ella recordó al noble mendigo, que hacía largo tiempo había resultado caro a su corazón y que había permanecido allí invulnerable al tiempo y a la ruina. Salíó a las afueras e interrogó orgullosamente a los guardias:
Decid al noble mendigo que es bienvenido —pero los guardias respondieron:
—Aquel al que solicitáis ya no está —y la emperatriz, herida en su orgullo preguntó:
¿Qué fue de él?
—Se lo llevaron hace tiempo las sombras de la noche.

XVIII

La doncella roja avanzaba por las llanuras amarillas acompañada por el hombre gris. El hombre gris iba encapuchado con una túnica gris, y abajo de la túnica su piel era gris también, su rostro severo e inexpresivo. No era un guerrero: poseía una magia muy antigua, desconocida y poderosa y aquellos que escrutaban en su mirada desviaban su camino sin mediar palabra. Por ello, el hombre gris siempre encabezaba la marcha que él y la doncella roja habían emprendido. La doncella roja tenía un vestido rojo, su pelo era rojo, pero su piel era como la nieve y sus ojos negros como la noche; llevaba consigo un puñal de cobre. Avanzaron a través de la llanura y luego se adentraron en montañas verdes y misteriosas, donde la niebla y el silencio eran los únicos moradores. Era una cordillera extensa, y pasó mucho tiempo antes que pudieran salir de allí, tanto que se llegó a contar que habían sido tragados por siempre por la niebla inmisericorde, pero finalmente vislumbraron una torre lejana, por nadie guardada. Tal era su destino, y allí encontraron solo ruinas y objetos polvorientos, pero subieron y subieron las escaleras de la torre y llegaron a una cámara protegida por poderosas runas que fueron destruidas a una palabra del hombre gris. Cuando los portones fueron abiertos descubrieron lo que había dentro de la cámara: la tumba del héroe, que descansaba después de innumerables batallas sangrientas, imbuido en un trance místico, del cual solo despertaría cuando las palabras de poder fueran pronunciadas. Pero la doncella roja sacó de los pliegues de su túnica el puñal de cobre y lo hundió en el corazón del héroe, para que de esta forma ya nunca despertara ni conociera el dolor de los días futuros, y ninguna palabra de poder fue pronunciada.

XVII

Había una inmensa oscuridad, unas tinieblas sin límite. Miré hacia todos lados, pero en todos lados había lo mismo, la innegable presencia de una tangible negrura. Yo no me veía a mi mismo, no podía palparme. No había suelo, pero estaba pisando en algún sitio. Arriba aparecieron inmensas jaulas de hierro. No recuerdo cuándo aparecieron. Primero no estaban, luego sí. En esas inmensas jaulas habían existido colonias de personas encerradas, personas vivas que no habían podido comer. Habían sido primero pieles lozanas y coloreadas, pero luego se habían puesto blancas y luego grises. Luego habían perdido su piel... habían gritado pero no se les había oído por ningún lugar de aquel espacio sombrío; tampoco había ojo que hubiera observado aquello. Sus rostros habían perdido el recuerdo de la sensatez. Más tarde se convirtieron en colonias de huesos rodantes; en ese tiempo sopló un viento ceniciento, un viento que llevaba polvo y desgracia. Los cráneos estaban silenciosos, pero vivían y observaban. Todos habían muerto pero la energía estaba allí impregnada, pegada a los barrotes y a los huesos. Los huesos temblaron y cayeron al vacío tangible. No quedó ninguna presencia material de los condenados, pero dejaron su vida en las jaulas, y ahora las jaulas estaban vivas y deseaban salir de su encarcelamiento en aquel mundo. 

XVI

Lucía deambulaba por su casa como si fuera una sombra. Se había aficionado a quedarse en el marco de las puertas, observando profundidades y ángulos, estableciendo mentalmente que todo lo que constituía la materia estaba más definido por las ausencias que por las formas concretas, que solo podía ser cierta la silueta de las cosas que veía, y no que más allá de la piel hubiera una existencia palpable. Había comprado tablas de madera en las viejas tiendas del mercado, y rescatado herramientas olvidadas de la casa de sus ancestros para demostrar esta teoría: pasaba horas serrando madera y observando la superficie de las tablas cortadas y se decía: ahora puedo observar estas nuevas superficies, pero si vuelvo a cortar y sigo cortando podré llegar al verdadero significado: el polvo. Sin embargo, en los enormes ratos que le sobraban de hacer divagaciones se sentaba en el sofá y meditaba sobre lo que ella consideraba como la última noche de su vida auténtica. Había empezado a razonar que ésta era la que transcurría en su imaginación, tras la poderosa puerta que observaba frente a la de su casa, tras aquellas tinieblas por donde había caminado, que estaban pobladas de fantasías y enigmas por resolver; la otra vida, la ficticia, era aquella donde existían las personas y las cosas tangibles, el mundo previsible. Cuando se sentaba en el sofá ponía ante si un tupido montón de hojas grapadas; la vez que despertó tras hacer la incursión en casa de su vecino las había encontrado sobre la mesa, desordenadas, a pesar de que no recordaba concretamente lo que había ocurrido allí. Transcurrió un tiempo determinado, un tiempo completamente distorsionado del que Lucía tenía la impresión que solo transcurría en su mente, hasta que se decidió a coger la primera hoja del montón y empezar a leer.

XV

Como de costumbre, todo estaba oscuro. Lucía se había aficionado a no encender las luces del bloque cuando llegaba a casa, y ahora había salido del ascensor, y había dejado la puerta de este sujeta, porque había visto un libro tirado en el suelo del pasillo. Se asomó con suspicacia, utilizando la puerta de escudo preventivo contra posibles agresores. Tanteó las paredes del pasillo en busca de interruptores pero no los encontró, así que encendió la linterna de su móvil, e iluminó el suelo. Este estaba lleno de botes de pintura, derramados, formando charcos de colores en el suelo. Lucía pensó que era una paradoja encontrar pintura en la oscuridad. Había más libros volcados en el suelo, algunos con sus páginas pintarrajeadas por efecto de los botes de pintura. Lucía creyó oír el penetrante y agudo sonido de las ratas. El corazón se le inyectó de adrenalina. Decidió que debía avanzar, ¿a dónde ir sino? Conforme daba pasos sus zapatos se enterraban en los espesos líquidos que cubrían el suelo. Cuando llegó a la puerta su sorpresa fue mayúscula. La puerta de la casa de su vecino estaba abierta. Ya no se oía chillido de ratas. De hecho, no se escuchaba nada. Un impulso desconocido llevó a Lucía a adentrarse en aquel lugar, de repente le daba la impresión de que no corría ningún peligro. Dejó de escuchar el sonido de su propio corazón. Estaba en la casa de Él, en el origen de todos los enigmas.

XIV

Sucedió una noche. Lucía se había sentido asfixiada y aplastada por las paredes de su casa y había salido a pasear, pero a la angustia del espacio cerrado le sucedió la angustia de la inmensidad urbana. Había pensado que respirar un poco de aire de la calle le habría hecho sentirse mejor y más libre pero estaba equivocada. No soportaba el zumbido incesante de los motores, ni el rumor continuo de la gente paseando, ni ver los edificios plomizos y grises que oprimían el cielo, ni las chillonas luces artificiales de las farolas, los semáforos y multitud de escaparates. Todo saturaba su mente. Se sintió si cabía más atrapada que antes. Pensó que la única escapatoria era salir a la naturaleza pero la sola idea le volvió a angustiar. Allá afuera en la naturaleza todo estaba completo y acabado, y si algo debía cambiar ella no podría verlo. Estaba todo tan lejos, le resultaba todo tan invariable, que su presencia en el mundo no constituía nada. La simple existencia le pesaba, saber que todo pertenecía a un orden concluso y finito. Permaneció durante largo rato apocada, sentada en un banco, viendo pasar a las palomas en el parque, tratando de poner orden al vacío que tan violentamente la acosaba, pero por más que transcurrían las horas no se sentía más aliviada. Si acaso, más hastiada. Cenó en una hamburguesería, pensando que ni siquiera sabía la procedencia de aquella comida. No conocía la procedencia de nada. Le dio asco. Siguió dando tumbos por la ciudad, dio rodeos por varios polígonos industriales, por la zona antigua de la ciudad, descendió al río... pero finalmente se dio cuenta de que era muy tarde y volvió a casa. Y entonces volvió a encontrar algo singular.

XIII

Ojalá la vida no fuera tan aburrida, ni la gente tan previsible, ojalá algo me sacará de aquípensaba Lucía a menudo. Lucía entreabrió los ojos, perezosamente. Eran las horas que precedían a su despertar completo las horas en las que se sentía más débil y a punto de romperse. Desde hacía algunos días había tratado de no pensar en su vecino. Se resistía vivamente a elucubrar, y de todas formas, ¿qué podría hacer? ¿Esperar que volvieran a caer más cuartillas en sus manos? Una idiotez, pensaba Lucía una y otra vez, una idiotez.

XII

Lucía empezó a arreglar su casa. En algún punto frente a la puerta de su hogar, estaba la de su vecino, emitiendo sobre ella un influjo misterioso y poderoso. Volvió a levantar la mirilla: allí estaba la puerta, sujetando tras de sí todo un mundo oscuro y desconcertante. De súbito apareció su amiga tras la mirilla. Pegó un bote y abrió la puerta antes de que llamara. Lucía musitó con voz perturbada.
—Idiota.
Su amiga arrugó la cara.
—Si quieres me voy.
—No. Perdona.
—No entiendo por qué me insultas.
—Te he dicho que me perdones, si prefieres quedarte tirada en la calle, allá tú.
La pobre muchacha hizo un gesto de negación y dolor al tiempo que cruzaba el umbral.
—¿Quieres algo? —preguntó Lucía.
La chica suspiró.
—¿Qué hacías en la puerta? ¿Me esperabas para poder decirme antes que soy una idiota?
—No hace falta que te comportes así —indicó Lucía—, las cosas no son así.
—¿Entonces qué?
Lucía tenía la respuesta, pero no quería pronunciarla. Iría mal aunque confesara. Su amiga tenía los labios apretados, de presión que sentía por los reproches que estaban a punto de salir por aquella boca. Después de medio minuto su rostro se relajó.
—Es cierto, soy idiota. Es mejor que me vaya.
Lucía abrió la boca pero no le salió decir nada. No pensaba disculparse. No tenía por qué dar explicaciones. Su amiga podía largarse. A fin de cuentas, sino le gustaban cómo eran las cosas, nadie la obligaba a quedarse. Ella no se lo pedía. Observó cómo le daba la espalda y caminaba de nuevo hacia la entradita, abría la puerta y desaparecía tras cerrarla. Lucía se acercó y cerró el pestillo con llave; no quería bajo ningún concepto que imaginara que se arrepentía, que podía tener la más mínima razón. Sin embargo, no pudo dejar escapar un suspiro en el que ni ella misma reparó.

XI

De alguna forma, a Lucía le perturbaba ser testigo secreto de aquellas extrañas confidencias. No estaba segura de cómo podían haber llegado aquellos papeles a sus manos, pero de repente estaba decidida a saber más, a involucrarse con aquel relato. Era extraordinario. Vientos de cal, había leído. Se asomó a la ventana tratando de escrutar el cielo y no encontró nada fuera de lugar. El cielo era un lienzo azul, moteado de esponjosas nubes blancas. Todo normal, todo como siempre. ¿Cómo sería ver vientos de cal? Se encontró haciendo un esfuerzo imaginativo, tratando de pensar en ello. De repente se dijo: ¿cómo debe ser amanecer y encontrar que el cielo se ha vuelto púrpura, quizá? ¿O que ya no hay más cielo, que este se ha quebrado como un cristal y solo hay pequeños fragmentos vítreos lloviendo desde las alturas, y el sol ya no ilumina como antes, sino que su haz se quiebra y solo es capaz de irradiar una luz corrupta y angustiosa? Lucía se levantó de la cama y fue hacia la puerta de su casa. Levantó la mirilla y se dedicó a contemplar la puerta de enfrente, la de su vecino. ¿Qué estaría haciendo en aquel momento? Se dio cuenta de que era absurdo pensar que estuviera haciendo algo emocionante: por lo que había leído pasaba todo el tiempo en su casa. Sin embargo, le interesaba. Su casa debía estar muerta, pero en su interior algo vivía. Lucía se puso algo de ropa de calle y salió, se alejó de su bloque de pisos y se situó en un lugar desde donde podía ver las ventanas de su piso y las de su vecino. Todas las persianas del piso de éste estaban bajadas. ¿Qué tipo de vida podría ser esa? ¿Podría ser cierto que vivía alguien allí? ¿Se había marchado? Quizá todo era una farsa y alguien jugaba con ella. Este pensamiento dejó inquieta a Lucía, que volvió a casa y resolvió llamar a su amiga para distraerse con otra cosa.

X

Fui a comprar el otro día. Había dedicado largas horas a pensar cómo sería la incursión al mundo exterior. El primer paso que decidí tomar fue abrir las persianas. No varió gran cosa, puesto que allá fuera sólo se erguía la luna y la tranquilidad de la noche. Miré el reloj, pero me llevé un fiasco, puesto que era de aguja y estaba parado. Se le debía haber acabado la pila en algún momento. He estado tan habituado a no preocuparme por las horas que he olvidado completamente esto. Me acomodé en el sofá a la espera de que amaneciera, pero en poco rato el optimista canto de los pájaros partió el silencio, y después de algunas horas sosegadas, decidí salir de casa. Todo estaba muy calmado en la calle e inusualmente nadie transitaba los comercios. Los tenderos estaban sonrientes, e incluso me regalaron caramelos de colores. Traté de hacerles ver que los caramelos no me gustan, pero con sus enormes sonrisas me los dieron sin dejarme rechistar más. Volví a casa contento por mis resultados, sin poder comprender el miedo que me había impedido salir antes. Las persianas de casa estaban abiertas. Me asomé por la ventana de mi salón y vi el cielo. Desde donde yo lo miraba parecía que un viento de cal azotaba el cielo. Esta visión me pareció sugestiva, sin embargo bajé las persianas de nuevo y fui hacia mi cama.

IX

Ya no recuerdo cuándo sucede nada de cuanto ocurre. A cada momento confundo los momentos del día: en uno creo encontrarme en la noche más negra y al siguiente abro los ojos y me ilumina el sol más radiante. También sucede al revés. He bajado las persianas de modo que la única luz que vea sea aquella que yo encienda voluntariamente. Pero esto no ha funcionado. El otro día, o la otra noche, ¿quién podría decirlo?, estaba bebiendo té en el sofá del salón, con la luz encendida. Pero, de repente, entré en un lapso de inconsciencia y me encontré en el mismo sofá, con la misma taza de té, solo que ahora estaba todo a oscuras. Durante unos minutos la confusión y el aletargamiento me mantuvieron pegado al sofá, pero razoné que la luz debía haberse averiado, por lo que me levanté y tanteé el interruptor que, al primer golpe, hizo brotar luz desde la lámpara. ¿Qué significa esto? Quizá escribir pequeñas historias me ayudé a encontrar alguna conexión, un faro entre el caos, pero encuentro que lo que escribo a menudo desaparece. Creo recordar haber estado con alguien recientemente. Quizá ese alguien entró en casa y se llevó algunas cosas. Probablemente fue una mujer. Pero debo estar loco, no encuentro conexión entre mis ideas, pues cuando estas se atreven a fluir un poco lo hacen con lentitud pasmosa y se niegan a formar imágenes. Una idea me aterroriza singularmente estos últimos días: me estoy quedando sin comida y no sé qué puede aguardarme fuera.

VIII

Lucía apretó las cuartillas en su mano, que esta vez parecían estar ordenadas. La mañana estaba avanzada y los sonidos de la calle invadían su casa: camiones descargando bombonas, motos y coches circulando por la vía, conversaciones lejanas, pájaros piando y el viento golpeando la persiana contra la ventana. Los rayos de sol penetraban a través de las rendijas de la persiana, dejando impresas sobre las cortinas finos haces de luz rectangulares. Lucía pensó lo cómodo que sería estar lejos de todo aquello, de cualquier ruido, de la vulgaridad de la ciudad, del hastío de la rutina, poder levantarse, desperezarse y estirar los brazos en algún espacio incoloro, vacío y silencioso. Tras unos momentos en los que meditó sobre estas cosas, decidió seguir atrincherada en la cama, y empezar la lectura en el único pedazo de mundo que era completamente suyo, el único lugar del vasto universo que aún no había sido conquistado por nadie.

VII

Una mañana, Lucía se despertó con una vaga incertidumbre. Recordaba haber hecho algo aquella noche. Su amiga había estado en casa. Habían cenado y luego habían visto una película. Tras un rato de conversación animada, su amiga había decidido marcharse. En un arrebato de solidaridad no visto en algunas decenas de años, Lucía decidió llevarla en coche a su casa. Lucía sintió en algún momento piedad de aquella pobre muchacha, pero le vencieron sus razonamientos: su curiosidad en aquella ocasión no iba a ser más grande que su isla de tranquilidad. Sintió lástima al ver los ojos brillantes de su amiga, que le suplicaban algo de afecto, pero fue, como de costumbre, inamovible. Regresó a casa, de nuevo. Al entrar en el portal no encendió las luces: el influjo de la oscuridad ejercía sobre ella un poder fascinante. Subió las escaleras en silencio. En el bloque todos dormían, o parecían dormir. Podía imaginar con secreto placer a algunas parejas haciendo el amor a aquellas horas. Se sorprendió al llegar al rellano de su piso. Frente a la puerta vio, o creyó ver una sombra. Sólo era, o parecía ser la silueta de un hombre. Sabía que la estaba mirando, la estaba observando. No supo cuantos minutos transcurrieron así. Lucía sintió miedo en el alma y unas ganas irresistibles de correr, pero aquella era su casa al fin y al cabo. En determinado momento, parpadeó y se dio cuenta de que la silueta no estaba allí. Después de aquel punto, Lucía ya no recordaba más de aquella noche, ni siquiera haber llegado a su cama. Cuando se incorporó sobre si misma su sorpresa fue mayor: sobre las mantas tenía una serie de cuartillas apiladas, con letra más pulcra y sosegada que las que había leído anteriormente.

VI

Lucía era conocida por tenerle una insana indiferencia a todo el mundo. Había cultivado el hábito de sentir una enorme incompresión por las opiniones que no le interesaban, carecer de la necesidad de cambiar de postura y de ponerse de acuerdo con los demás; por ende también tenía el hábito de no desear conservar las amistades que una extraña afinidad había unido algún día. Para ella, sencillamente, la gente no era de fiar, y todo el mundo tenía el imperdonable fallo de querer involucrarse demasiado con ella. No se afligía por ninguna pérdida: una amistad rota era una persona que no merecía la pena, por lo tanto no se podía decir que perdiera a nadie, porque no se podía ganar lo que no tenía valor. El único motivo que podía unir a cualquier persona con Lucía era la magnética atracción que suscitaba su invencible indiferencia. Así, se sucedían las personas en la vida de Lucía, como motas de polvo que se posaban frecuentemente sobre el mobiliario y que ella debía limpiar para mantenerse pura contra la influencia de los demás.

V

—Lucía, ¿qué son estos papeles?
—¿Ehm...?
Esos papeles.
Lucía tenía una amiga a la que invitaba asiduamente a casa. No le caía estrictamente bien, pero la chica se sentía atraída por ella y trataba de no hacerla sufrir demasiado.
—Ah... bueno, es algo extraño. Tengo un vecino un tanto peculiar.
—¿Os carteáis?
A Lucía casi le escapó una risa.
—No, no...
A la amiga de Lucía se le ocurrió un reproche.
—Sí, cómo se me ha podido ocurrir, tú sintiendo interés por alguien.
—No estoy obligada —se limitó a contestar ella.
—Bueno, ¿me vas a decir por qué tienes papeles de tu vecino?
—Ah, pues... los encontré en el suelo, los cogí simplemente.
—¿No piensas devolvérselos? 
Lucía arqueó una ceja y abrió los ojos como platos, como si le hubieran sugerido algo imposible.
—¿Devolvérselos? Que no los hubiera perdido.

IV

A Lucía, tal manuscrito le resultó sumamente extraño. Dejó los papeles, confusa, a un lado de la mesita de noche y con el corazón inquieto trató de dormir. Aquella noche, mientras soñaba, le pareció oír un suave sonido de pasos tras las paredes, un vago e imperceptible rumor de conversación, y la presencia de una sombra omnipotente, que observaba desde los quebrados ángulos de la habitación.

III

Como una ráfaga de viento, se ha ido.
He tratado de evitar su partida, pero no ha servido de nada, porque se ha ido igualmente. Preveía que sucedería, ¡por todos los dioses! Sabía que sucedería tarde o temprano. La naturaleza de mi aflicción me ha hecho más observador. Ella me prometía que no pasaría, pero fue pasando. Yo podía traducir los inequívocos gestos de su cara, aunque no hiciera ninguna mueca, sus silencios, sus idas y venidas. No supondré que siempre fue así. Cuando nos instalamos aquí ambos teníamos un enorme entusiasmo por el futuro, habíamos hecho la promesa de una vida mejor que la anterior, pero estaba escrito que no habrían de perdurar nuestros sueños. No puedo reprochárselo; ojalá supiera qué extraña enfermedad es la que me afecta. Ya no puedo salir de este hogar sin sentir una profunda suspicacia contra todo lo que me rodea. A cada minuto que pasa siento un extraño peso en el pecho, una siniestra ingravidez que me abstrae de todo mi entorno. Ya no puedo distinguir qué cosas de las que experimento son ciertas o inciertas. Le pedí que me vigilara, que se quedara conmigo para asegurarse de que no acabaría cometiendo ninguna imprudencia; pero en la vida real las únicas personas capaces de guardar tanta paciencia son tus propios padres; ojalá estuvieran aquí. Ojalá ella hubiera sido mejor compañera que amante.
Ya no tengo a nadie con quien hablar. Hablaré pues, a los papeles, que son los únicos que, con su inmutable silencio y su leal compañía, son capaces de esperar por siempre.

II

Naturalmente, Lucía encontró que las cuartillas no guardaban ningún orden aparente. Las hojeó vagamente mientras tomaba un café caliente en el trabajo. Al llegar a casa, por la noche, lo primero que hizo fue soltar aquellos papeles sin sentido en la mesa de su salón. Se preparó algo de cenar y comió intranquila, con la mente distraída en vagas ensoñaciones. El sonido de la televisión le parecía lejano y difuso. En cuanto terminó la cena, apagó el interruptor y se centró en las cuartillas que estaban dispersas en la mesa. Estaban escritas con una caligrafía rápida y apasionada, una letra que se tachaba numerosas veces a sí misma, tanto que algunas cuartillas resultaban inservibles; Lucía tenía la ligera y excitante sensación de la aventura. Poco a poco fue enlazando las hojas y, tras un largo rato, logró descifrar el mensaje.

I

Cuando Lucía abrió la puerta de su piso y salió al pasillo, encontró un puñado de cuartillas disperso por el suelo; algunas se filtraban bajo la puerta del piso de su vecino. Su curiosidad natural le llevó a recopilarlas y guardárselas dobladas en el bolsillo de su chaqueta antes de continuar el camino hacia el trabajo. Todo estaba bañado en la gris y tranquila penumbra del alba y nadie en la ciudad había oído aún la respiración de ninguna otra persona.