Lucía abrió los ojos. A través de la ventana se filtraba el sol. Se rascó los ojos llenos de legañas, que aún tenía medio cerrados. Estaba perpleja y aún no terminaba de entender qué había a su alrededor. Allá afuera se escuchaba el dulce trino de los pájaros, y dentro de la casa, las voces de su padre y su madre, que nunca le habían parecido tan cordiales como hasta ahora. Lucía meditó, al tiempo que terminaba de abrir los ojos a una nueva realidad, más brillante. Había sido una larga pesadilla, pero al fin había salido de la habitación oscura. Y Él ya nunca volvería.
Iniciación
El principio está aquí. Si quieres seguir este blog puedes hacerlo abajo del todo, y si eres de quienes prefieren amenizar la lectura con un poco de hilo musical, pincha aquí. Puedes distribuir, exhibir y representar parcial o completamente La Habitación Oscura, siempre y cuando cites mi autoría, me consultes previamente, y no la uses para hacer una obra derivada ni con fines comerciales.
XXXVIII
Lucía lloró amargamente. Todo lo leído hasta ahora tenía para ella un sentido abstruso e intrincado, que escapaba en parte a su lógica cotidiana. Pero no lloraba por lo incomprensible, sino por aquellas palabras que llegaban a lo profundo de su espíritu y la conmovían, por aquellos símbolos que bailaban en su mente formando cuadros imposibles. Escuchó el seco sonido de un portón abriéndose y volvió a caminar por los pasillos de la mazmorra hasta que encontró, para sorpresa suya, la puerta de la casa de su vecino, entreabierta, invitándola a entrar. Lucía se deslizó dentro de la habitación oscura. Sólo encontró allí su cama, su mesita de noche, con sus típicos objetos de siempre. Así que esto es lo que siempre hubo tras la puerta, pensó Lucía, mi habitación, mis cosas cotidianas, el retorno al origen.
XXXVII
Continué el sendero en el bosque hasta la gruta, y me adentré en ella. Anduve largo rato hasta que llegué el corazón de todo: una pequeña fuente que deslizaba sus aguas por las paredes de la gruta hasta un pequeñísimo estanque. Todo era oscuro, plácido, sereno. Secreto. Allí la voz me habló desde la piedra, desde la inmensa caverna, con su voz ronca y profunda, y me impregnó con todo su mal, y toda su sabiduría arcana y prohibida, hasta que hizo de mi alma un bálsamo y pude dormir entre aquel lecho de rocas, entre aquellas voces que no debemos escuchar.
XXXVI
Aquella niña era muy elegante y tenía una casita de dos pisos, apartada, más allá de la laguna, en un prado neblinoso y apartado de la civilización. Vivía sola, y nadie recordaba haber conocido a su familia. Pero lo más llamativo de su casita era el cementerio que había junto a ella, tendido sobre la hierba. Era un cúmulo de osamentas metálicas, armazones resistentes que reproducían multitud de animales y figuras. Había allí jirafas, mamuts lanudos, perros salvajes, vasijas, ventanas, antiguas estatuas... Frecuentemente aparecían por allí niños salvajes y misteriosos aparecidos, entre las grandes piedras blancas y las osamentas silenciosas. La niña bajaba a jugar con aquellas criaturas y creaciones, cuya procedencia se desconocía. Pero esto a ella bastaba para no desear más contacto con la humanidad.
XXXV
La figura encapuchada parecía ser dueña de muchos secretos. Lucía la siguió a través de su pasillo, que se le antojó interminable, y cuando quiso darse cuenta se encontraba en una mazmorra repleta de cuartillas y garabatos. La figura se quedó en el umbral de la puerta, una puerta de cárcel. Todo estaba impregnado de humedad. Pero había sobretodo papeles. El lugar era infinito y estaba repleto de estanterías viejas y mohosas. Lucía vagó un tiempo indefinido hasta que se decidió a coger una cuartilla, escrita con la caligrafía a la que se había acostumbrado los últimos días. A lo lejos, se escuchó el quejumbroso rechinar de un portón cerrándose, y el eco sordo de la soledad.
XXXIV
—Te preocupará saber quién soy y qué hago aquí. Todo eso no importa, Lucía. Vengo de una región que tú no has conocido nunca, pero a la cual accederás en lo sucesivo. Hay, dentro de todo ser, una habitación oscura, un lugar perdido en los intrincados laberintos de la mente al que tememos acceder y que, sin embargo, está ahí. Este es el sitio donde se forjan los principales monstruos del alma, donde moran las fantasías más siniestras que el mundo humano nos ha obligado a atrapar en algún lado. En él moran todos los sentidos irracionales, las derrotas que creemos asumir, los sueños que nunca soñamos, las pesadillas que aún deben cobrar forma. Es el ojo del huracán, el estanque sereno y oculto entre las montañas.
XXXIII
De repente sintió una extraña gravedad en el ambiente, como si algo zumbara en algún lugar. Lucía apartó las sábanas de si misma y se levantó, negándose a encender las luces. Allá en el pasillo había un resplandor difuso e inquietante, y entre él la figura de su amiga, que resplandecía como si hubiera sido bañada en la belleza de alguna diosa primitiva, susurrando un mensaje misterioso. Pero algo sucedió: la cara de su amiga empezó a fundirse, como si fuera una muñeca de cera y comenzó a mostrar las cuencas de unos ojos esqueléticos y vacíos. Todo su cabello se desvaneció, dejando relucir un cráneo maligno y una dentadura afilada, felina, vampírica. La espeluznante visión hizo a Lucía olvidarse del resto, y centrarse en esta visión mortal, que empezó a sudar y chorrear sangre por los orificios: los colmillos de predador, los inexpresivos ojos. La luz se hacía más intensa, como si se tratara de una radiación nuclear a punto de acabar con el mundo. La latencia sanguinolenta del cráneo se hacía cada vez más temible y cercana. Lucía lanzó un grito aterrador, suficiente para quebrar el espíritu de los valientes. Abrió los ojos: la oscuridad se le hizo insoportable, así que subió las persianas y dejó entrar la verdadera luz del sol. Todo el cuarto quedó iluminado. Allá, en el marco de la puerta, la puerta de su dormitorio, aguardaba una alta figura envuelta en túnica negra y capucha. Lucía volvió a lanzar otro grito y se acurrucó en la pared. La figura habló con voz penetrante, grave y profunda.
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