De repente sintió una extraña gravedad en el ambiente, como si algo zumbara en algún lugar. Lucía apartó las sábanas de si misma y se levantó, negándose a encender las luces. Allá en el pasillo había un resplandor difuso e inquietante, y entre él la figura de su amiga, que resplandecía como si hubiera sido bañada en la belleza de alguna diosa primitiva, susurrando un mensaje misterioso. Pero algo sucedió: la cara de su amiga empezó a fundirse, como si fuera una muñeca de cera y comenzó a mostrar las cuencas de unos ojos esqueléticos y vacíos. Todo su cabello se desvaneció, dejando relucir un cráneo maligno y una dentadura afilada, felina, vampírica. La espeluznante visión hizo a Lucía olvidarse del resto, y centrarse en esta visión mortal, que empezó a sudar y chorrear sangre por los orificios: los colmillos de predador, los inexpresivos ojos. La luz se hacía más intensa, como si se tratara de una radiación nuclear a punto de acabar con el mundo. La latencia sanguinolenta del cráneo se hacía cada vez más temible y cercana. Lucía lanzó un grito aterrador, suficiente para quebrar el espíritu de los valientes. Abrió los ojos: la oscuridad se le hizo insoportable, así que subió las persianas y dejó entrar la verdadera luz del sol. Todo el cuarto quedó iluminado. Allá, en el marco de la puerta, la puerta de su dormitorio, aguardaba una alta figura envuelta en túnica negra y capucha. Lucía volvió a lanzar otro grito y se acurrucó en la pared. La figura habló con voz penetrante, grave y profunda.
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