Lucía lloró amargamente. Todo lo leído hasta ahora tenía para ella un sentido abstruso e intrincado, que escapaba en parte a su lógica cotidiana. Pero no lloraba por lo incomprensible, sino por aquellas palabras que llegaban a lo profundo de su espíritu y la conmovían, por aquellos símbolos que bailaban en su mente formando cuadros imposibles. Escuchó el seco sonido de un portón abriéndose y volvió a caminar por los pasillos de la mazmorra hasta que encontró, para sorpresa suya, la puerta de la casa de su vecino, entreabierta, invitándola a entrar. Lucía se deslizó dentro de la habitación oscura. Sólo encontró allí su cama, su mesita de noche, con sus típicos objetos de siempre. Así que esto es lo que siempre hubo tras la puerta, pensó Lucía, mi habitación, mis cosas cotidianas, el retorno al origen.
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