Iniciación

El principio está aquí. Si quieres seguir este blog puedes hacerlo abajo del todo, y si eres de quienes prefieren amenizar la lectura con un poco de hilo musical, pincha aquí. Puedes distribuir, exhibir y representar parcial o completamente La Habitación Oscura, siempre y cuando cites mi autoría, me consultes previamente, y no la uses para hacer una obra derivada ni con fines comerciales.

XXX

Desperté con el ánimo vigoroso. Todo estaba oscuro alrededor. Subí las persianas y todo el ambiente se llenó de oro y azul. Abrí las ventanas y mis pulmones se llenaron de viento fresco. Sentí por primera vez en mucho tiempo el gozo de la vida, el placer interior de la serenidad, y deseé estar tendido en mullidos campos de hojas verdes y flores rojas. Todas las imágenes se filtraban por mi mente con plena pureza. Derribé las viejas estanterías e hice trizas los viejos libros. Dejé las habitaciones hechas un caos de páginas sueltas y tapas destrozadas e hice de ellas mi colchón de hojas amarillas. De repente, mi vista se deslizó por un fragmento ya conocido:
No temas; la isla está invadida de ruidos,
sonidos y dulces aires que dan placer y no hieren.
A veces mil instrumentos tañerán
junto a mi oído; y otras veces unas voces
que, si despertara entonces de un largo sueño,
me harían dormir de nuevo: y luego, soñando,
las nubes se abrirían, y mostrarían riquezas
a punto de llover sobre mí; tantas,
que pediría llorando si despertase
volver a soñar otra vez.

XXIX

Cuando desperté, ignoraba dónde me encontraba. Tenía además la mente y los sentidos muy embotados. Estaba en un pasillo iluminado por tenues candiles y forrado de papel pintado con graciosos motivos florales. Delante mía, a alguna distancia, la silueta de una mujer, escapándose. Comencé a andar para perseguirla, pero cuanto más me apresuraba, mayor era la distancia que nos separaba; y ella nunca miraba hacia atrás. La persecución fue interminable y yo me sentía cada vez más cansado. Descendimos por unas elegantes escaleras que recordaban los espléndidos salones de los aristócratas. Luego una puerta, y luego las frías paredes rocosas de un subterráneo, esta vez iluminado por antorchas. La mujer se desvanecía en las sombras como una aparición hasta que una suerte de oscuridad se tragó su presencia y reparé en que más adelante había un umbral, en cuyo dintel aparecía grabada a cincel la siguiente cita:
LE SOMNOS ES LE ULTIME ASYLO DEL AMANTES PERDITE
Crucé el umbral, y no recuerdo más. 

XXVIII

Cuán dichoso sería, me dije, si pudiera caminar ahora hacia las orillas del ancho mar, arrastrado desde los lechos de la muerte, y dejarme reposar acunado por las aguas, hasta que los reyes y las reinas de los tritones y las sirenas, acompañados por un cortejo de ballenas y ataviados con sus galas de algas y corales, vinieran con grandes cuernos y bellos cantos para llenarme el cuerpo de sal y hacerme enterrar en lo más profundo del océano, bajo la música imperturbable de lo desconocido.

XXVII

El hombre errante logró liberarse al fin de las cadenas que los opresores le habían impuesto. Dejó atrás la tierra de las esclavos y comenzó a construir una cama tan grande como una montaña, y tan cómoda y confortable, si la comodidad y la confortabilidad pudieran compararse con una montaña. Allí fueron todos los esclavos liberados cuando la cama estuvo terminada, y allí reposaron felices. Y tan reposado y dichoso era su descanso que nuevamente los opresores vinieron con sus cadenas, escalaron las inmensas patas de la gran cama y volvieron a hacerlos esclavos.

XXVI

Lucía se encontró reflexionando vagamente. En su voluntario aislamiento del mundo, las cuartillas que tenía ante sí eran lo único que podía conmoverla ya en el mundo. Todo lo demás estaba apagado, incluso la luz que estaba encendida en la habitación. Todo lo que había más allá de esas letras se difuminaba y desaparecía. Tal era el hechizo y atracción que producían en ella las tremendas visiones que allí se describían. La luz de las lámparas era vil y artificiosa y en su opinión la luz del mundo del sol negro era incluso más auténtica, a pesar de que allí aún no existía la luz. Tenía los ojos hinchados. Se rió. Recibió un mensaje al móvil:
¿Has escrito tú todo eso? No quiero saber nada más de ti. Estás perdida.
Pero esto solo le sirvió para hacerla reír aún más. ¿Qué le importaba a ella todo eso? Los jóvenes ahogados en el mar. Eso era importante. Y la humanidad perdida en horribles jaulas, y los sueños y las hogueras crepitantes en las cuevas, los hombres cuyo espíritu radiaba más allá de la pobreza, los héroes condenados. De alguna forma misteriosa cuyo significado escapaba a Lucía, todo eso era importante. No podría haberlo explicado nunca, pero estaba convencida de la verdad intrínseca de ello; y a pesar de que la noche era espesa y tenía sueño, cogió la primera cuartilla que encontró y se puso a leer, de nuevo.

XXV

La conquista no tardó en dejarse notar. Cuando Lucía abrió los ojos era noche de nuevo. La luz lunar atravesaba con suavidad las claras cortinas de su habitación y hacía proyectar lánguidas y perezosas sombras. Se sentía confusa y no estaba segura de haber estado con nadie las horas previas; sintió la boca seca, así que decidió ir a la cocina a por agua. Cuando rechazó las sábanas y apontocó los pies sobre las baldosas, sonó un clic. Lucía se frotó los ojos, carraspeó y se puso de pie. Llegó a la cocina, cogió un vaso, lo llenó de agua y bebió de un trago. Se disponía a volver a acostarse pero tuvo la necesidad repentina de echarle un vistazo al salón. Allí, sobre el sofá, había sentada una sombra, y la sombra se había percatado de la presencia de Lucía. Sus ojos no brillaban, pero se intuían en la oscuridad. Lucía tuvo de repente la impresión de que el destino le daba la oportunidad de recobrar algo que había perdido horas antes y una sensación de victoria y confianza brotó de ella, como si las potestades volvieran a ella con formas aladas y benignas y dieran sentido a su despotismo. Solo dijo una palabra:
—Fuera.
La sombra se levantó y se deslizó silenciosamente hacia el vestíbulo. Abrió la puerta y se marchó. Lucía encendió la luz y encontró las cuartillas sobre la mesa del salón. Sonrió, pensando en cuánta razón tenía al no depositar su confianza en nadie; pero a pesar de todo, sólo se sentía derrotada. Completamente derrotada.

XXIV

La oscuridad se hizo cada vez más fuerte, las sábanas estaban mojadas, todo empezó a dar vueltas. Lucía alargó las manos a tientas: no había nadie en la cama. Divisó una sombra sentada a su lado que le dijo:
—Ven aquí, vamos a visitar el imperio.
Así que siguió a la sombra, que tenía la voz de su amiga, aunque no llegó a saber si era ella o no, y salieron a la calle, y después de atravesar los grandes descampados que yacen tras la ciudad, surgieron tras una colina y contemplaron el horizonte plagado de fábricas y chimeneas que despedían humo.
—Contempla el humo, este es el imperio. Ven, ya hemos llegado al último punto de la evolución, la humanidad ya no es necesaria.
Y avanzaron. Lucía paseó por entre las hondas y enormes fábricas, plagadas de tubos, chapas y calderas despidiendo carbón. Había muchos ángulos sombríos tras los grandes incendios de las calderas. Sonaba un imperante chirrido de fábrica.
—Esa es la música del cielo, abre tu alma hacia ella —dijo la sombra.
Las maquinarias funcionaban a la perfección, multitud de válvulas indicaban la presión necesaria, los tubos chorreaban gases. Pasaron un tiempo inmenso mirando las instalaciones, Lucía abrió su alma hacia la música del cielo, y vio lo que allí había, espesas nubes de humo negro. El mundo se escapaba. Decidió atravesar las grandes avenidas para escapar del infierno, pero estas se prolongaron hasta el infinito, y no logró encontrar el camino de regreso, hasta que las nubes bajaron del cielo y la convirtieron a ella también en nube.

XXIII

—¿Estás bien, Lucía? ¿Va todo bien? Hace mucho que no sé de ti.
Al resplandor de la luz de su mesita de noche, los ojos de su amiga adquirieron un brillo apagado y arrebatado. Le pasó la mano por el hombro. Qué delicada era tocándole, con cuánto afecto lo hacía. Lucía se había postrado en la cama una vez ella había aparecido. Ésta, dándose cuenta de que algo iba mal, había ido a por un vaso de agua y le había puesto una manta encima. Era una idiotez, pensó Lucía, ni siquiera tenía frío. Pero la dejó hacer. Le agradaba la íntima comunicación entre la cuidadora y la cuidada, una comunicación sagrada para la cual no hacía falta establecer palabras. Lucía recordó aquello que había leído sobre el mundo del sol negro y pensó que por aquel entonces la humanidad ya debía conocer ese código tácito y reconfortante. Cuando su amiga le tendió los brazos, ella se dejó estrechar e inundar con su cálido cuerpo.
—Quédate aquí —le dijo, mientras notaba su corazón latir profundamente, cada vez más rápido. Hundió sus brazos en torno a su espalda y agarró sus hombros, apretándola contra ella. Cuánto había olvidado lo que era sentir un cuerpo. La pulsación de un latido era lo único que merecía la pena palpar, pensó Lucía, eso también debía saberlo la humanidad en el mundo del sol negro. De repente sintió un chispazo de comprensión: solo en los mundos negros podría verse lo más básico con mayor precisión, de la misma forma que en el mundo del sol negro el contorno luminoso era muy valioso, a pesar de pertenecer a un sol incompleto. Y entonces, se dijo, ¿cuáles podrían ser las barreras para todo lo demás?
Lucía se encontró mordiendo los labios de ella y acariciándole cualquier cavidad cuyas manos encontraban. La besaría, sí, la besaría hasta hacerla sangrar.

XXII

Lucía soltó las cuartillas sobre la mesa. Había perdido todo sentido de la lógica y la realidad leyendo las extrañas historias, o visiones, o sueños, o alucinaciones, o lo que fueran de su vecino. Maldijo entre dientes: ni siquiera podía asegurar con certeza que fueran de él. Tuvo el deseo repentino de salir a la calle a respirar la realidad, pero sin saber por qué, se sintió invadida por el terror. ¿Qué podría esperarle allí fuera? En el mejor de los casos, solo encontraría el humo y la cotidianeidad de la ciudad. Alzó la mano en busca del teléfono: llamaría a su amiga; pero se sintió sin ganas de enfrentarse al azar de una conversación. Finalmente decidió recurrir a enviarle un mensaje de texto e invitarla a visitarla en cualquier momento que ella deseara. Después, se tumbó en el sofá y descansó.

XXI

Hubo un tiempo desconocido, y era desconocido porque estaba tan próximo al despertar de la humanidad como al letargo de las civilizaciones, y se había olvidado el orden que seguían el pasado y el futuro, qué sucedía a qué. Había poblados enteros que moraban en grandes y profundas cavernas goteantes, y allá fuera sólo se veía la sagrada silueta dorada del sol negro. Nada más se veía fuera de los umbrales de las cavernas, y cuando los humanos se atrevían a avanzar sus pasos fuera de ellos, retrocedían aterrorizados ante el tacto de la húmeda vegetación y el sonido de las extrañas bestezuelas que rondaban por alrededor. Solo algunos habían osado portar el fuego más allá de las cavernas, hacia el mundo exterior, y nunca habían vuelto. Los viejos profetas decían que aquel mundo al que iban no era el mundo exterior, sino el mundo interior, y que sus moradas eran el lugar de fuera. Los pobladores susurraban a veces silenciosamente que solo vivían en un mundo de muerte, que sus cavernas solo pertenecían a una caverna mucho más grande, y que ellos solo eran las almas de los difuntos de mundos luminosos. Una vez sopló un aliento blanco allá donde los humanos se agrupaban en torno a crepitantes hogueras, y explicó que llegaría el momento en que la silueta dorada del sol negro formaría un cuerpo dorado y podrían salir de sus hogares hacia un mundo exuberante y verde. No supieron qué significaba verde, ni exuberante. Los viejos profetas explicaron que la muerte había hablado y que ésta solo deseaba que más jóvenes se aventuraran hacia el exterior, en busca de la luz y el prometido mundo verde, para atraparlos entre el follaje salvaje y malicioso y los ruidos de la noche eterna y el sol negro.