Al resplandor de la luz de su mesita de noche, los ojos de su amiga adquirieron un brillo apagado y arrebatado. Le pasó la mano por el hombro. Qué delicada era tocándole, con cuánto afecto lo hacía. Lucía se había postrado en la cama una vez ella había aparecido. Ésta, dándose cuenta de que algo iba mal, había ido a por un vaso de agua y le había puesto una manta encima. Era una idiotez, pensó Lucía, ni siquiera tenía frío. Pero la dejó hacer. Le agradaba la íntima comunicación entre la cuidadora y la cuidada, una comunicación sagrada para la cual no hacía falta establecer palabras. Lucía recordó aquello que había leído sobre el mundo del sol negro y pensó que por aquel entonces la humanidad ya debía conocer ese código tácito y reconfortante. Cuando su amiga le tendió los brazos, ella se dejó estrechar e inundar con su cálido cuerpo.
—Quédate aquí —le dijo, mientras notaba su corazón latir profundamente, cada vez más rápido. Hundió sus brazos en torno a su espalda y agarró sus hombros, apretándola contra ella. Cuánto había olvidado lo que era sentir un cuerpo. La pulsación de un latido era lo único que merecía la pena palpar, pensó Lucía, eso también debía saberlo la humanidad en el mundo del sol negro. De repente sintió un chispazo de comprensión: solo en los mundos negros podría verse lo más básico con mayor precisión, de la misma forma que en el mundo del sol negro el contorno luminoso era muy valioso, a pesar de pertenecer a un sol incompleto. Y entonces, se dijo, ¿cuáles podrían ser las barreras para todo lo demás?
Lucía se encontró mordiendo los labios de ella y acariciándole cualquier cavidad cuyas manos encontraban. La besaría, sí, la besaría hasta hacerla sangrar.
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