Hubo un tiempo desconocido, y era desconocido porque estaba tan próximo al despertar de la humanidad como al letargo de las civilizaciones, y se había olvidado el orden que seguían el pasado y el futuro, qué sucedía a qué. Había poblados enteros que moraban en grandes y profundas cavernas goteantes, y allá fuera sólo se veía la sagrada silueta dorada del sol negro. Nada más se veía fuera de los umbrales de las cavernas, y cuando los humanos se atrevían a avanzar sus pasos fuera de ellos, retrocedían aterrorizados ante el tacto de la húmeda vegetación y el sonido de las extrañas bestezuelas que rondaban por alrededor. Solo algunos habían osado portar el fuego más allá de las cavernas, hacia el mundo exterior, y nunca habían vuelto. Los viejos profetas decían que aquel mundo al que iban no era el mundo exterior, sino el mundo interior, y que sus moradas eran el lugar de fuera. Los pobladores susurraban a veces silenciosamente que solo vivían en un mundo de muerte, que sus cavernas solo pertenecían a una caverna mucho más grande, y que ellos solo eran las almas de los difuntos de mundos luminosos. Una vez sopló un aliento blanco allá donde los humanos se agrupaban en torno a crepitantes hogueras, y explicó que llegaría el momento en que la silueta dorada del sol negro formaría un cuerpo dorado y podrían salir de sus hogares hacia un mundo exuberante y verde. No supieron qué significaba verde, ni exuberante. Los viejos profetas explicaron que la muerte había hablado y que ésta solo deseaba que más jóvenes se aventuraran hacia el exterior, en busca de la luz y el prometido mundo verde, para atraparlos entre el follaje salvaje y malicioso y los ruidos de la noche eterna y el sol negro.
Iniciación
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XXI
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