Fui hacia la playa. El tiempo era muy despejado, el sol brillaba naranja en el cielo azul, sus rayos caían sobre la dócil arena amarilla. Todo era radiante. Ante mi se desplegaba el mar tranquilo, cuyas tonalidades se confundían con el cielo en el horizonte. Al llegar a la orilla me encontré a los viejos marinos barbados con sus viejas y gastadas gorras marinas y sus antiguos y deshilachados trajes oscuros. Musitaban sobre la partida a las profundidades. Hacía largo habían soltado a los jóvenes grumetes para averiguar cuán profundo era el mar, cuán profundo podían llegar sus prodigiosas invenciones y artilugios. Los marinos miraron sus relojes de cristal, escrutaron las agujas intentando desentrañar en el tiempo el misterio de las profundidades. Suspiraron impacientes. Nadie sabía qué había bajo las aguas. Algunos hablaban de monstruos míticos y serpenteantes bajo las aguas. La niebla apareció en la costa, las aguas se removieron impacientes. Otros marinos dijeron que quizá las máquinas se habían averiado y los jóvenes habían caído a lo desconocido dentro de ellas. Por aquella época aún se discutía la existencia de la presión. Se atusaron las barbas. Los marinos se quedaron intranquilos. Quizá los jóvenes de las profundidades sólo se estaban demorando. La niebla espesó y los marinos desaparecieron. A lo lejos se oía un canto antiguo, un canto de las profundidades, y me pareció ver el destello de prodigios metálicos. El destello prometía la visión de reinos olvidados. Hechizado por el cántico de los jóvenes, me aventuré más allá de las orillas conocidas y navegué sobre la niebla.
Iniciación
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