Lucía deambulaba por su casa como si fuera una sombra. Se había aficionado a quedarse en el marco de las puertas, observando profundidades y ángulos, estableciendo mentalmente que todo lo que constituía la materia estaba más definido por las ausencias que por las formas concretas, que solo podía ser cierta la silueta de las cosas que veía, y no que más allá de la piel hubiera una existencia palpable. Había comprado tablas de madera en las viejas tiendas del mercado, y rescatado herramientas olvidadas de la casa de sus ancestros para demostrar esta teoría: pasaba horas serrando madera y observando la superficie de las tablas cortadas y se decía: ahora puedo observar estas nuevas superficies, pero si vuelvo a cortar y sigo cortando podré llegar al verdadero significado: el polvo. Sin embargo, en los enormes ratos que le sobraban de hacer divagaciones se sentaba en el sofá y meditaba sobre lo que ella consideraba como la última noche de su vida auténtica. Había empezado a razonar que ésta era la que transcurría en su imaginación, tras la poderosa puerta que observaba frente a la de su casa, tras aquellas tinieblas por donde había caminado, que estaban pobladas de fantasías y enigmas por resolver; la otra vida, la ficticia, era aquella donde existían las personas y las cosas tangibles, el mundo previsible. Cuando se sentaba en el sofá ponía ante si un tupido montón de hojas grapadas; la vez que despertó tras hacer la incursión en casa de su vecino las había encontrado sobre la mesa, desordenadas, a pesar de que no recordaba concretamente lo que había ocurrido allí. Transcurrió un tiempo determinado, un tiempo completamente distorsionado del que Lucía tenía la impresión que solo transcurría en su mente, hasta que se decidió a coger la primera hoja del montón y empezar a leer.
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