Una mañana, Lucía se despertó con una vaga incertidumbre. Recordaba haber hecho algo aquella noche. Su amiga había estado en casa. Habían cenado y luego habían visto una película. Tras un rato de conversación animada, su amiga había decidido marcharse. En un arrebato de solidaridad no visto en algunas decenas de años, Lucía decidió llevarla en coche a su casa. Lucía sintió en algún momento piedad de aquella pobre muchacha, pero le vencieron sus razonamientos: su curiosidad en aquella ocasión no iba a ser más grande que su isla de tranquilidad. Sintió lástima al ver los ojos brillantes de su amiga, que le suplicaban algo de afecto, pero fue, como de costumbre, inamovible. Regresó a casa, de nuevo. Al entrar en el portal no encendió las luces: el influjo de la oscuridad ejercía sobre ella un poder fascinante. Subió las escaleras en silencio. En el bloque todos dormían, o parecían dormir. Podía imaginar con secreto placer a algunas parejas haciendo el amor a aquellas horas. Se sorprendió al llegar al rellano de su piso. Frente a la puerta vio, o creyó ver una sombra. Sólo era, o parecía ser la silueta de un hombre. Sabía que la estaba mirando, la estaba observando. No supo cuantos minutos transcurrieron así. Lucía sintió miedo en el alma y unas ganas irresistibles de correr, pero aquella era su casa al fin y al cabo. En determinado momento, parpadeó y se dio cuenta de que la silueta no estaba allí. Después de aquel punto, Lucía ya no recordaba más de aquella noche, ni siquiera haber llegado a su cama. Cuando se incorporó sobre si misma su sorpresa fue mayor: sobre las mantas tenía una serie de cuartillas apiladas, con letra más pulcra y sosegada que las que había leído anteriormente.
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