Iniciación

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XVII

Había una inmensa oscuridad, unas tinieblas sin límite. Miré hacia todos lados, pero en todos lados había lo mismo, la innegable presencia de una tangible negrura. Yo no me veía a mi mismo, no podía palparme. No había suelo, pero estaba pisando en algún sitio. Arriba aparecieron inmensas jaulas de hierro. No recuerdo cuándo aparecieron. Primero no estaban, luego sí. En esas inmensas jaulas habían existido colonias de personas encerradas, personas vivas que no habían podido comer. Habían sido primero pieles lozanas y coloreadas, pero luego se habían puesto blancas y luego grises. Luego habían perdido su piel... habían gritado pero no se les había oído por ningún lugar de aquel espacio sombrío; tampoco había ojo que hubiera observado aquello. Sus rostros habían perdido el recuerdo de la sensatez. Más tarde se convirtieron en colonias de huesos rodantes; en ese tiempo sopló un viento ceniciento, un viento que llevaba polvo y desgracia. Los cráneos estaban silenciosos, pero vivían y observaban. Todos habían muerto pero la energía estaba allí impregnada, pegada a los barrotes y a los huesos. Los huesos temblaron y cayeron al vacío tangible. No quedó ninguna presencia material de los condenados, pero dejaron su vida en las jaulas, y ahora las jaulas estaban vivas y deseaban salir de su encarcelamiento en aquel mundo. 

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