Fui a comprar el otro día. Había dedicado largas horas a pensar cómo sería la incursión al mundo exterior. El primer paso que decidí tomar fue abrir las persianas. No varió gran cosa, puesto que allá fuera sólo se erguía la luna y la tranquilidad de la noche. Miré el reloj, pero me llevé un fiasco, puesto que era de aguja y estaba parado. Se le debía haber acabado la pila en algún momento. He estado tan habituado a no preocuparme por las horas que he olvidado completamente esto. Me acomodé en el sofá a la espera de que amaneciera, pero en poco rato el optimista canto de los pájaros partió el silencio, y después de algunas horas sosegadas, decidí salir de casa. Todo estaba muy calmado en la calle e inusualmente nadie transitaba los comercios. Los tenderos estaban sonrientes, e incluso me regalaron caramelos de colores. Traté de hacerles ver que los caramelos no me gustan, pero con sus enormes sonrisas me los dieron sin dejarme rechistar más. Volví a casa contento por mis resultados, sin poder comprender el miedo que me había impedido salir antes. Las persianas de casa estaban abiertas. Me asomé por la ventana de mi salón y vi el cielo. Desde donde yo lo miraba parecía que un viento de cal azotaba el cielo. Esta visión me pareció sugestiva, sin embargo bajé las persianas de nuevo y fui hacia mi cama.
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