Iniciación

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XII

Lucía empezó a arreglar su casa. En algún punto frente a la puerta de su hogar, estaba la de su vecino, emitiendo sobre ella un influjo misterioso y poderoso. Volvió a levantar la mirilla: allí estaba la puerta, sujetando tras de sí todo un mundo oscuro y desconcertante. De súbito apareció su amiga tras la mirilla. Pegó un bote y abrió la puerta antes de que llamara. Lucía musitó con voz perturbada.
—Idiota.
Su amiga arrugó la cara.
—Si quieres me voy.
—No. Perdona.
—No entiendo por qué me insultas.
—Te he dicho que me perdones, si prefieres quedarte tirada en la calle, allá tú.
La pobre muchacha hizo un gesto de negación y dolor al tiempo que cruzaba el umbral.
—¿Quieres algo? —preguntó Lucía.
La chica suspiró.
—¿Qué hacías en la puerta? ¿Me esperabas para poder decirme antes que soy una idiota?
—No hace falta que te comportes así —indicó Lucía—, las cosas no son así.
—¿Entonces qué?
Lucía tenía la respuesta, pero no quería pronunciarla. Iría mal aunque confesara. Su amiga tenía los labios apretados, de presión que sentía por los reproches que estaban a punto de salir por aquella boca. Después de medio minuto su rostro se relajó.
—Es cierto, soy idiota. Es mejor que me vaya.
Lucía abrió la boca pero no le salió decir nada. No pensaba disculparse. No tenía por qué dar explicaciones. Su amiga podía largarse. A fin de cuentas, sino le gustaban cómo eran las cosas, nadie la obligaba a quedarse. Ella no se lo pedía. Observó cómo le daba la espalda y caminaba de nuevo hacia la entradita, abría la puerta y desaparecía tras cerrarla. Lucía se acercó y cerró el pestillo con llave; no quería bajo ningún concepto que imaginara que se arrepentía, que podía tener la más mínima razón. Sin embargo, no pudo dejar escapar un suspiro en el que ni ella misma reparó.

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