Iniciación
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XIX
La emperatriz convocó a todos los nobles del reino y todos ellos acudieron en tropel. Se organizaron en palacio grandes banquetes y festines que comenzaban al atardecer y se prolongaban todo lo que podía prolongarse una noche entera. Allí los nobles dedicaban todas sus atenciones a la emperatriz y solicitaban favores que ella nunca rechazaba para contento y regocijo de la algarabía. Pero una noche llegó un noble que no acreditaba riquezas ni tierras y fue expulsado por los altos guardianes del palacio y tratado como mendigo. El noble mendigo clamó y protestó día y noche arrastrado por los oscuros lodazales que se extendían más allá del palacio, atestiguando su nombre y dinastía, exigiendo ser anunciado ante la emperatriz. Los guardias prometieron citar su nombre en sus delicados oídos, y así hicieron, pero ella limitó a esbozar una mueca de burla y a proferir una estruendosa sonrisa que secundaron todos aquellos cercanos nobles. Todas las altas bóvedas y techos de palacio, todos los luminosos rincones fueron poblados por aquellas risas huecas; y sin embargo pudieron notar los guardias, que tenían terminantemente prohibido reír vez alguna, que la risa de la emperatriz era desganada y confusa, y que se habían quedado sus ojos vacíos y tristes, y habiendo observado esto se retiraron, anunciando al noble mendigo que no sería por nadie recibido. El noble mendigo, asintiendo, comenzó a vagar por los lindes del bosque, ora comiendo del agua sucia y de los frutos de los árboles, ora acercándose frente a los afilados techos y muros del palacio, lamentando silenciosamente su suerte, lejos de los ojos humanos. Pasó largo tiempo desde entonces, y sucedió que todos los nobles del reino consumieron todas las riquezas de la emperatriz, y todos ellos pasaron penurias, y la emperatriz vio cómo se destruía y se vaciaba su carne y su rostro y ya no era solicitada por aquellos, que salían cabalgando de nuevo hacia sus dominios en busca de la abundancia de sus hogares y el amor de sus familias, y quedó todo el palacio desolado, vacío y ruinoso, y ella recordó al noble mendigo, que hacía largo tiempo había resultado caro a su corazón y que había permanecido allí invulnerable al tiempo y a la ruina. Salíó a las afueras e interrogó orgullosamente a los guardias:
—Decid al noble mendigo que es bienvenido —pero los guardias respondieron:
—Aquel al que solicitáis ya no está —y la emperatriz, herida en su orgullo preguntó:
—¿Qué fue de él?
—Se lo llevaron hace tiempo las sombras de la noche.
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