Sucedió una noche. Lucía se había sentido asfixiada y aplastada por las paredes de su casa y había salido a pasear, pero a la angustia del espacio cerrado le sucedió la angustia de la inmensidad urbana. Había pensado que respirar un poco de aire de la calle le habría hecho sentirse mejor y más libre pero estaba equivocada. No soportaba el zumbido incesante de los motores, ni el rumor continuo de la gente paseando, ni ver los edificios plomizos y grises que oprimían el cielo, ni las chillonas luces artificiales de las farolas, los semáforos y multitud de escaparates. Todo saturaba su mente. Se sintió si cabía más atrapada que antes. Pensó que la única escapatoria era salir a la naturaleza pero la sola idea le volvió a angustiar. Allá afuera en la naturaleza todo estaba completo y acabado, y si algo debía cambiar ella no podría verlo. Estaba todo tan lejos, le resultaba todo tan invariable, que su presencia en el mundo no constituía nada. La simple existencia le pesaba, saber que todo pertenecía a un orden concluso y finito. Permaneció durante largo rato apocada, sentada en un banco, viendo pasar a las palomas en el parque, tratando de poner orden al vacío que tan violentamente la acosaba, pero por más que transcurrían las horas no se sentía más aliviada. Si acaso, más hastiada. Cenó en una hamburguesería, pensando que ni siquiera sabía la procedencia de aquella comida. No conocía la procedencia de nada. Le dio asco. Siguió dando tumbos por la ciudad, dio rodeos por varios polígonos industriales, por la zona antigua de la ciudad, descendió al río... pero finalmente se dio cuenta de que era muy tarde y volvió a casa. Y entonces volvió a encontrar algo singular.
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